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jueves, 23 de junio de 2011

El uno y medio

 
Paseábamos la infancia en aquellos tiempos en que las bicicletas seguían siendo cosa del verano, bajo la "caló" pegajosa que, como el chicle, tan difícil resulta despegar al propio invierno. Las huertas y campos, que por entonces eran muchos, se adueñaban como una señera invisible, prestante y aromática, de cuanto era querido y necesario a los brotes más tiernos del corazón humano. Acabado el curso, el colegio desbordaba un torrente de emoción infantil contra la albura de las calles. Eran tiempos de vacaciones: la chiquillería haciendo suyos el orden y la armonía cotidianos. Despojado ahora de toda preocupación, la sencillez del pueblo se antojaba el paraíso mismo al espíritu libre.
Como la mayoría de nuestras familias pertenecían al ámbito de los "diteros" y de las dos ruedas, lo presumible era que todo el periodo de ocio vacacional transcurriera entre la calima orquestada por el canto monocorde de las chicharras y las sesiones de sentadas a la fresquita, donde las Marías "despellejaban” chícharos y mazorcas, relatando anécdotas jugosas de su mundo trascendente mientras comíamos sandías, melones y otras exquisiteces de temporada que ya sólo guardan olores y sabor en la memoria. Preparar la “fresquita” era, dicho sea de paso, un meritorio oficio de esos que la vida moderna ha relegado al olvido: tenía su intríngulis humedecer la cal y las aceras en su justa medida.

Y allí estaba uno, con la barriga llena de pitanza y la azotea desprovista de todo sentido común, oliendo aún a pimientos fritos y berenjenas, a la caza y captura de algún colega igual de poco afortunado con el que compartir los serones cargados a reventar de tedio y  de solana.
- Lito: ¿has visto a tu hermano Mario?
- No, Toti. Mi mare lo ha mandao a buscá "esperdicio". Iguá ande en cá la "Cartucha".
Cosas de María "la Rubia": ese año tocaba criar cerdos en la parcela y a Mario, el más pringaillo de sus hijos, solía tocarle pedir de puerta en puerta restos orgánicos con los que alimentar a tan nobles animales. Alguna que otra vez  le acompañé en la colecta. En esta ocasión llegué tarde a la cita con los cubos... deliberadamente. Hoy había algo de prisilla y sin mi ayuda, pese a ser mi amigo formal y cumplido, se daría por vencido un poquito antes. No era el mío un proceder imputable por entero al egoísmo o a la mala fe. Ambos sospechábamos que duplicar esfuerzos no garantizaba necesariamente nada cuando se trataba de apelar a una “generosidad” que entraba en conflicto con sus propios intereses: muchos de los respetables miembros de la vecindad se dedicaban también a la crianza de animales y no soltarían la apetecida prenda tan fácilmente. En cualquier caso, estaba convencido de que acabaría agradeciendo que mi pasividad le "recondujera" hacia más altos intereses.
- Míalo: ahí lo tienes - me dijo el "Lito" señalando a su hermano que entraba por la puerta del patio.
- ¿Pasa, Marini? ¿De dónde vienes? (como si no lo supiera).  
                - Ná, quillo, de peleá pa los cochinos.
                - Oye, que me dijo el Lolo que hoy andaría con toda la tribu en el uno y medio, ¿te vienes?
- Forzado por los rigores del estío a retraerse, el río que pasaba por nuestra población jalonaba de embalses el camino hacia la capital del  viejo ducado de Medina Sidonia de forma cuasi paralela a la carretera, de la cual tomábamos como referencia sus puntos kilométricos para citarnos en aquellos hitos de auténtico disfrute: el kilómetro 1,5 (uno y medio), el 2, el 3, el 3,5, el 4… Para la bélica imaginación  de algunos, el "uno y medio" era la primera de las paradas hacia la conquista de la localidad vecina, al menos, cuando el Sol apretaba tanto como el aburrimiento y cuerpo y mente requerían de algún estímulo refrescante aún no inventado; sea como fuere, atacábamos tantas plazas enemigas como permitieran las energías, los medios de transporte disponibles o las horas del día en que nadie (madres generalmente) nos echaba a faltar. Como quiera que estábamos sin bicicletas y la distancia a cubrir hasta alcanzar al “sagento Lolo” en la base alfa era, como mínimo, de un par de kilómetros, procuré presionar un poquito.
- ¿Hay güevos o qué?
- ¡Sí, joé: espera que le dé un tiento ar botijo! ¡Anda que no ere fatiga ni ná!
Y allá íbamos, con más ganas que fuerzas, deseando quitarnos de encima y perder de vista las últimas callejuelas del “barrio de los vikingos”. Enfilamos la carretera, bajamos la dichosa cuesta del kilómetro 1 más devotos que el Papa, conscientes de que, cuesta abajo, todos los santos ayudan, y acordándonos del demonio al imaginar que tendríamos que volver por idéntica ruta.
- ¡Qué verdá eza de que tó lo que baja tié que zubí! – Dijo mi colega.
- ¡Anda, anda: deja la sabiduría pa los cochinos y aprieta, que ésos son capaces de secar la charca! - Le dije, pero pensé que mejor no apretara mucho, no furan asembrar mis tripas aquellos campurrios de pimientos y berenjenas.
Ya casi estábamos; sólo había que torcer a la derecha y caminar dos centenares de metros en dirección al Pago del Humo, siguiendo el camino labrado a fuerza de pasar burros como nosotros. Por encima del nivel de los insectos, se intuía ya la algarabía propia de la tribu convirtiendo casi literalmente aquella masilla de agua en otra playa de La Barrosa. Animados por el chapoteo, recorrimos los últimos metros y saludamos a la concurrencia tal y como solíamos hacer:
 - ¡Eh, mincha cabrone, con to los muertos! ¿Qué paza pajo ziezo? ¿Quién é er mariquita éze?
Andaban por allí, dedicándose a lo suyo y a lo de todos (solazarse en el agua y procurar no manchar mucho la ropa) “el sarna”, “el mada”, el “colinero”, “el piti”, “el toballa”, “el coquina”, “el pancho”, “el guachulón”… Mucho o poco, nos conocíamos todos, pese a que, en ocasiones, se sumaba a la comitiva algún pariente o amigo de alguno que anduviera de visita. Tanto daba: se aceptaba por igual a todo quisqui y todos nos cubríamos con los mismos improperios, saludándonos de aquella particular y “respetuosa” manera. Si no lo tenías, además, salías de allí bautizado con el mote más propicio: aquél que pensábamos sería el más jodido… afectuosamente
- ¿Y vozotro de onde zalí? ¿Os han dejao escapá lo cochino? – Dijo el Lolo.
- ¡Calla la boca, “Aturí-tu”, míra hay sitio en el cubo para ti! – Le contesté gallito.
- ¡Habló Zerdo Zerdo Ziete! ¿De onde zacas ar matón de mierda éste, Mario? – El condenado se reía.
“Aturí-tu” era un segundo mote que se ganó el friolero del Lolo por su inclinación a las letras, ésas que en los tebeos nos gustaban a casi todos y a las que él era particularmente sensible. El caso es que un buen día, mientras andábamos en remojo, temblando como un azogao al salir del agua, nos ametralló con un: “es-to-y a-tu-ri-tu”. El frío traicionó su erudición ya que lo que quiso decir en realidad era: “estoy aterido”, finura que, según confesó luego, había leído en una revista. El descojone fue mayúsculo y se le quedó el sobreapodo, cuando menos, para una buena temporada.
- Venga, dejad esa ropa apestosa lejos de la mía y pal agua – Nos conminó.
Todo se convirtió en estruendo y oscuridad cuando Mario y yo hicimos la bomba en aquél café con leche donde nadaban todos.
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PERDIO SUBITAMENTE ALTURA Y CAYO INCENDIADO UN MOTOR

ONCE MUERTOS AL ESTRELLARSE UN AVION MILITAR CERCA DE CADIZ

Al precipitarse, envuelvo en llamas, provocó un incendio forestal de gran intensidad, que dificultó el rescate de las víctimas

                Algeciras, 9. (De nuestro corresponsal, por teléfono.) Un avión del Ejército del Aire del tipo DC-4, que cumplía el cometido de estafeta entre el aeródromo de Morón hacia Las Palmas de Gran Canaria, se ha estrellado a la una de la tarde de hoy en un paraje denominado Las Laderas, en término Municipal de Chiclana de la Frontera y a unos nueve y quince kilómetros, respectivamente, de las poblaciones de Medina Sidonia y Vejer de la Frontera, en la provincia de Cádiz.
(ABC, martes 10 de agosto de 1976, pag. 34)

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