Paseábamos la infancia en aquellos tiempos en que las bicicletas seguían siendo cosa del verano, bajo la "caló" pegajosa que, como el chicle, tan difícil resulta despegar al propio invierno. Las huertas y campos, que por entonces eran muchos, se adueñaban como una señera invisible, prestante y aromática, de cuanto era querido y necesario a los brotes más tiernos del corazón humano. Acabado el curso, el colegio desbordaba un torrente de emoción infantil contra la albura de las calles. Eran tiempos de vacaciones: la chiquillería haciendo suyos el orden y la armonía cotidianos. Despojado ahora de toda preocupación, la sencillez del pueblo se antojaba el paraíso mismo al espíritu libre.
Como la mayoría de nuestras familias pertenecían al ámbito de los "diteros" y de las dos ruedas, lo presumible era que todo el periodo de ocio vacacional transcurriera entre la calima orquestada por el canto monocorde de las chicharras y las sesiones de sentadas a la fresquita, donde las Marías "despellejaban” chícharos y mazorcas, relatando anécdotas jugosas de su mundo trascendente mientras comíamos sandías, melones y otras exquisiteces de temporada que ya sólo guardan olores y sabor en la memoria. Preparar la “fresquita” era, dicho sea de paso, un meritorio oficio de esos que la vida moderna ha relegado al olvido: tenía su intríngulis humedecer la cal y las aceras en su justa medida.